Eduardo Galeano me lo contó:
“Tracey Hill era niña en un pueblo de Connecticut, y practicaba entretenimientos propios de su edad, como cualquier otro tierno angelito de Dios en el estado de Connecticut o en cualquier otro lugar de este planeta.
Un día, junto a sus compañeritos de la escuela, Tracey se puso a echar fósforos encendidos en un hormiguero.
Todos disfrutaron mucho de este sano esparcimiento infantil; pero a Tracey la impresionó algo que los demás no vieron, o hicieron como que no veían, pero que a ella la paralizó y le dejó, para siempre, una señal en la memoria: ante el fuego, ante el peligro, las hormigas se separaban en parejas, y de a dos, bien juntas, bien pegaditas, esperaban la muerte”
Entendí a partir de este relato que estamos hechos de hormigas. Que el verdadero amor, ese que hace que las guitarras echen raíz, nos llena de sensaciones maravillosas. El amor por un hijo, por una madre, por un padre y un hermano, por esa compañera que nos recicla el alma y nos riega de besos para que uno no se marchite.
Y así es la cosa. Por más nombre que le pongamos al asunto el verdadero amor hace que la muerte se ponga bien cabrona porque sabe que vamos a truncar su trabajo. Que va a venir por un alma y se va a llevar dos, bien juntas, bien pegaditas, eslerandola a la muerte regandonos de besos, volviendonos eternos,
al unísono.
Qué preciosidad de texto 💕 Muy curioso, y maravilloso final.
Qué poca cosa somos frente a las hormigas. Si la revista Muy Interesante no nos engaña, el peso de todas las hormigas que pueblan la Tierra es superior al de toda la Humanidad.
Gracias por las palabras! Y por el dato final, interesante y reflexivo.